Aspiro el humo del tercer cigarro desde que llegaste. En realidad tú lo aspiras.
Al principio cuando te pregunté si tenías encendedor mostraste desacuerdo, mismo que olvidaste al recordar que soy yo la única persona por la que sientes suficiente confianza, o quizá suficiente odio, como para contarle cosas que no te has atrevido a contarle a nadie.
Y en nada tiene qué ver que sea tu terapeuta, somos amigas desde los once años, y desde entonces no he logrado explicarme cómo es que soportas además de la nube de humo invadiendo el mismo aire que va a parar a tus pulmones, el hecho de que esté checando indiferente, la pantalla de mi ordenador mientras finjo escucharte.
Tengo la misma expresión de "ya he oído suficiente" y al notar de pronto tu silencio, me hace recordar que sigues ahí, seguro vas a querer que apagué esa máquina y empiece con la misma aburrida charla de diván. ¿No se supone que estás ahí para desahogarte y yo simplemente te escucho? No tiene sentido que te llene de consejos que ni yo he sabido aplicar, además, qué es tan importante como para llegar de improviso a mi casa a las seis de la mañana a despertarme sabiendo perfectamente que los lunes duermo hasta las diez. En fin, qué más, pongo expresión de estar interesada y cierro la laptop, de todas formas ya estaba harta de las páginas de poemas en donde a la gente le es permitido escribir lo que sea, por eso es que jamás abrí un blog.
Y bien, y ahora qué dilema detallarías, qué nueva filosofía de vida me sacaría de la manga para que terminara pronto la mezcla de cerveza y lágrimas típica de cada cierre de sesión.
"Dime, las lágrimas ¿ensucian o lavan?", me tomas por sorpresa, mi cerebro no está en buenas condiciones como para crear de la nada una respuesta, lo sabes y por eso continúas, en ocasiones siento que sería lo mismo si incluyeras tu charla en algún mensaje de contestadora o lo hablaras en voz alta contigo misma, no veo la diferencia. Pero claro, prefieres en contacto interpersonal como si eso sirviera de algo.
Continúas mientras mi mente divaga en el futuro éxito que tendrías de decidirte a publicar tus anécdotas o escribir una novela, o quizá yo, si no fueras mi mejor amiga lo pensaría.
Y así van pasando los minutos y mi cerebro y mi estómago se ponen de acuerdo y coinciden en el hambre, el tabaco ya no pudo engañarlos, debí haber programado una alarma en el celular para emergencias como esas, qué más, te diré que es hora de un intermedio o lo que sea.
Justo estaba por sugerirlo cuando me espetaste sin avisar dos palabras que me helaron la sangre, no tanto por la declaración sino por una mezcla de indignación egoísta pues se suponía que yo sabía todo sobre ti y otro tanto por una ansiedad insoportable que en momentos daba asfixia, la misma que por tantos años nos había conducido por el camino de interminables monólogos y asentimientos mecánicos con la cabeza.
"Soy gay", fue lo que dijiste, y no era posible, no es que sea homófoba o albergue en el fondo algún tipo de discriminación, sino que, al no poder lidiar conmigo misma al menos pensé que a ti podía entenderte, y que a pesar del poco interés que mostraba sabías que realmente me esforzaba en ayudarte. No era posible que te hubieras guardado ese secreto durante quién sabe cuanto tiempo, tal vez un mes, dos años o toda la vida, callando el dolor, soportándolo tú sola. Me di asco por no haber podido ser mejor amiga.
Recordé que durante la infancia y parte de la adolescencia jamás en mi familia oí mencionar algún prejuicio injustificado acerca de los homosexuales, a pesar de ser conservadora, la verdad es que tampoco escuché de ellos algo positivo. Simplemente lo anularon como parte de mis conocimientos generales quizá por temor a que algún día se me ocurriera ser así, como si eso fuera cuestión de tan poca seriedad. Al igual que el sexo, continuaron creyendo que si en casa no se hablaba de una cosa las personas no correrán el riesgo de experimentarla. Pero qué ingenuidad.
Las acciones no se evitan con el silencio. Al final te vienes enterando por otros medios nada confiables como la televisión, y la única ventaja es que no existen en ti influencias homofóbicas pero al mismo tiempo, el concepto que te formas es muy personal, vago y lleno de dudas. Como el humo que minutos atrás dejé de exhalar, así de inconsistente.
Apenas me daba cuenta dónde estaba, las ideas se me revolvían en la cabeza, tú siempre habías sido diferente a mis amigos y amigas gay, todo este tiempo habías estado contándole tu vida a una desconocida. Porque así es lo que se siente ¿no?, cuando ocultas algo tan normal pero a la vez tan complejo a las personas que más quieres, sientes que no son ellos, que por más que aleguen conocerte mientras no lo sepan nunca dejarán de ser extraños.
No me preguntes. Sólo continúa, que de pronto el silencio se vuelve más denso, pero entiendo, es mi turno de hablar.
Hace tiempo que decidí escarbar en mis viejos diarios, aquellos con dibujitos y calcomanías en la portada, hojas de colores y adornos que poco a poco se iban desprendiendo, al igual que me iba siendo arrebatada mi infancia. Quise recordar cómo era en esa época, si hubo un tiempo en el que no estuve llena de egoísmo e indiferencia, recordar los juegos, pues eso era sobre lo que escribía.
Nunca imaginé lo que descubriría en esas hojas casi veinte años después, era como si yo misma me hubiera arrancado de la memoria cada palmo de tinta, qué podía ser tan doloroso como para que mi propio cerebro decidiera bloquearlo en un plan de olvido perfecto.
Pero para su desgracia conservaba en los diarios la evidencia, hojeándolos recordé como si fuera otra vida la que mis ojos leían, desde los días en los que sin preocupación alguna pasaba las tardes en bicicleta o jugando a las escondidas, hasta la difícil transición hacia la adolescencia.
Pronto noté la presencia de una serie de palabras o claves, letras en cursiva o escritas con tinta de distinto color; leí en mi propio diario, escrito con mis propias lágrimas el incipiente miedo de que alguien por error o a propósito leyera aquellas confidencias, y es por eso que adopté una especie de código secreto para nombrarla. A ella. A quien mencionaba enmarcando siempre su nombre entre comillas, ya que no me atreví nunca a expresar claramente lo que sentía, pues a mi parecer lo que me estaba pasando era peor que el pecado más imperdonable aunque tan sólo hubiera leído hasta entonces dos veces la Biblia Ilustrada y rezado una vez al año cada Navidad con mi familia.
Sí, tenía trece y estaba enamorada, sé muy bien diferenciar entre admirar a alguien y enamorarse, si estaba confundida entonces lo he estado siempre, años, años de hacer añicos los impulsos, alejándome por temor a que los demás notaran la diferencia entre el nerviosismo de hablar en público, al de tenerla cerca.
Fue así como el sentimiento mutó, el propio mecanismo del dolor fingió anestesia, evité de todas formas quedarme a solas conmigo misma pues así no podría desconocerme, tampoco quería saber quién era.
Hablaba en voz alta.
Sigues frente a mí, inmóvil, jamás podría imaginar si la expresión en tu rostro es de profunda tristeza o de inmensa alegría, "Después de todo las lágrimas desgastan, transforman pero nunca ensucian", me dices mientras me doy cuenta que he sido yo la que todo este tiempo ha asistido a la terapia.
Al principio cuando te pregunté si tenías encendedor mostraste desacuerdo, mismo que olvidaste al recordar que soy yo la única persona por la que sientes suficiente confianza, o quizá suficiente odio, como para contarle cosas que no te has atrevido a contarle a nadie.
Y en nada tiene qué ver que sea tu terapeuta, somos amigas desde los once años, y desde entonces no he logrado explicarme cómo es que soportas además de la nube de humo invadiendo el mismo aire que va a parar a tus pulmones, el hecho de que esté checando indiferente, la pantalla de mi ordenador mientras finjo escucharte.
Tengo la misma expresión de "ya he oído suficiente" y al notar de pronto tu silencio, me hace recordar que sigues ahí, seguro vas a querer que apagué esa máquina y empiece con la misma aburrida charla de diván. ¿No se supone que estás ahí para desahogarte y yo simplemente te escucho? No tiene sentido que te llene de consejos que ni yo he sabido aplicar, además, qué es tan importante como para llegar de improviso a mi casa a las seis de la mañana a despertarme sabiendo perfectamente que los lunes duermo hasta las diez. En fin, qué más, pongo expresión de estar interesada y cierro la laptop, de todas formas ya estaba harta de las páginas de poemas en donde a la gente le es permitido escribir lo que sea, por eso es que jamás abrí un blog.
Y bien, y ahora qué dilema detallarías, qué nueva filosofía de vida me sacaría de la manga para que terminara pronto la mezcla de cerveza y lágrimas típica de cada cierre de sesión.
"Dime, las lágrimas ¿ensucian o lavan?", me tomas por sorpresa, mi cerebro no está en buenas condiciones como para crear de la nada una respuesta, lo sabes y por eso continúas, en ocasiones siento que sería lo mismo si incluyeras tu charla en algún mensaje de contestadora o lo hablaras en voz alta contigo misma, no veo la diferencia. Pero claro, prefieres en contacto interpersonal como si eso sirviera de algo.
Continúas mientras mi mente divaga en el futuro éxito que tendrías de decidirte a publicar tus anécdotas o escribir una novela, o quizá yo, si no fueras mi mejor amiga lo pensaría.
Y así van pasando los minutos y mi cerebro y mi estómago se ponen de acuerdo y coinciden en el hambre, el tabaco ya no pudo engañarlos, debí haber programado una alarma en el celular para emergencias como esas, qué más, te diré que es hora de un intermedio o lo que sea.
Justo estaba por sugerirlo cuando me espetaste sin avisar dos palabras que me helaron la sangre, no tanto por la declaración sino por una mezcla de indignación egoísta pues se suponía que yo sabía todo sobre ti y otro tanto por una ansiedad insoportable que en momentos daba asfixia, la misma que por tantos años nos había conducido por el camino de interminables monólogos y asentimientos mecánicos con la cabeza.
"Soy gay", fue lo que dijiste, y no era posible, no es que sea homófoba o albergue en el fondo algún tipo de discriminación, sino que, al no poder lidiar conmigo misma al menos pensé que a ti podía entenderte, y que a pesar del poco interés que mostraba sabías que realmente me esforzaba en ayudarte. No era posible que te hubieras guardado ese secreto durante quién sabe cuanto tiempo, tal vez un mes, dos años o toda la vida, callando el dolor, soportándolo tú sola. Me di asco por no haber podido ser mejor amiga.
Recordé que durante la infancia y parte de la adolescencia jamás en mi familia oí mencionar algún prejuicio injustificado acerca de los homosexuales, a pesar de ser conservadora, la verdad es que tampoco escuché de ellos algo positivo. Simplemente lo anularon como parte de mis conocimientos generales quizá por temor a que algún día se me ocurriera ser así, como si eso fuera cuestión de tan poca seriedad. Al igual que el sexo, continuaron creyendo que si en casa no se hablaba de una cosa las personas no correrán el riesgo de experimentarla. Pero qué ingenuidad.
Las acciones no se evitan con el silencio. Al final te vienes enterando por otros medios nada confiables como la televisión, y la única ventaja es que no existen en ti influencias homofóbicas pero al mismo tiempo, el concepto que te formas es muy personal, vago y lleno de dudas. Como el humo que minutos atrás dejé de exhalar, así de inconsistente.
Apenas me daba cuenta dónde estaba, las ideas se me revolvían en la cabeza, tú siempre habías sido diferente a mis amigos y amigas gay, todo este tiempo habías estado contándole tu vida a una desconocida. Porque así es lo que se siente ¿no?, cuando ocultas algo tan normal pero a la vez tan complejo a las personas que más quieres, sientes que no son ellos, que por más que aleguen conocerte mientras no lo sepan nunca dejarán de ser extraños.
No me preguntes. Sólo continúa, que de pronto el silencio se vuelve más denso, pero entiendo, es mi turno de hablar.
Hace tiempo que decidí escarbar en mis viejos diarios, aquellos con dibujitos y calcomanías en la portada, hojas de colores y adornos que poco a poco se iban desprendiendo, al igual que me iba siendo arrebatada mi infancia. Quise recordar cómo era en esa época, si hubo un tiempo en el que no estuve llena de egoísmo e indiferencia, recordar los juegos, pues eso era sobre lo que escribía.
Nunca imaginé lo que descubriría en esas hojas casi veinte años después, era como si yo misma me hubiera arrancado de la memoria cada palmo de tinta, qué podía ser tan doloroso como para que mi propio cerebro decidiera bloquearlo en un plan de olvido perfecto.
Pero para su desgracia conservaba en los diarios la evidencia, hojeándolos recordé como si fuera otra vida la que mis ojos leían, desde los días en los que sin preocupación alguna pasaba las tardes en bicicleta o jugando a las escondidas, hasta la difícil transición hacia la adolescencia.
Pronto noté la presencia de una serie de palabras o claves, letras en cursiva o escritas con tinta de distinto color; leí en mi propio diario, escrito con mis propias lágrimas el incipiente miedo de que alguien por error o a propósito leyera aquellas confidencias, y es por eso que adopté una especie de código secreto para nombrarla. A ella. A quien mencionaba enmarcando siempre su nombre entre comillas, ya que no me atreví nunca a expresar claramente lo que sentía, pues a mi parecer lo que me estaba pasando era peor que el pecado más imperdonable aunque tan sólo hubiera leído hasta entonces dos veces la Biblia Ilustrada y rezado una vez al año cada Navidad con mi familia.
Sí, tenía trece y estaba enamorada, sé muy bien diferenciar entre admirar a alguien y enamorarse, si estaba confundida entonces lo he estado siempre, años, años de hacer añicos los impulsos, alejándome por temor a que los demás notaran la diferencia entre el nerviosismo de hablar en público, al de tenerla cerca.
Fue así como el sentimiento mutó, el propio mecanismo del dolor fingió anestesia, evité de todas formas quedarme a solas conmigo misma pues así no podría desconocerme, tampoco quería saber quién era.
Hablaba en voz alta.
Sigues frente a mí, inmóvil, jamás podría imaginar si la expresión en tu rostro es de profunda tristeza o de inmensa alegría, "Después de todo las lágrimas desgastan, transforman pero nunca ensucian", me dices mientras me doy cuenta que he sido yo la que todo este tiempo ha asistido a la terapia.