Esta historia la escribí a los
dieciséis, en un tiempo en donde empezaba a perder el miedo y la vergüenza que me provocaban mostrar mis textos a terceros, y los cuales aún al presionar "publicar entrada" siguen existiendo.
Aquel hombre salió aquella tarde de su rutina, caminó por las mismas calles, mirando las mismas casas, viendo caer las mismas gotas de lluvia sobre su cara. Cuando cruzaba avenidas, tropezaba con las piedras que de soledad fue dejando como rastro, cada día era lo mismo, irse por la mañana, salir del trabajo y llegar a casa sin que nadie estuviera esperándolo.
Su casa era enorme para alguien tan insignificante como él, y tan pequeña como para envolver aquellos asuntos que desde siempre lo habían perturbado.
Por fin llegó. En lo que antes había sido un abundante jardín, veíase ahora una escalera estrecha de piedra que iba a dar hacia la ventana más alta de la construcción. La única con la luz encendida, su único refugio contra el aplastante mundo. Desde hacia varios meses que no entraba por la puerta de la vivienda por una sola razón: la basura y el polvo acumulados. Cualquiera que curioseara por las ventanas, podría darse cuenta del caos y el completo desorden que arrasaba con el lugar, cubriéndolo con una oscuridad que caía desde el techo hasta el suelo, como un manto aterciopelado de abandono e indiferencia.
Y en medio de tantas sillas rotas, periódicos viejos, latas vacías, papeles, ropa sucia, recuerdos olvidados y sombras de debilidad, se ocultaba un pequeño pájaro herido a punto de ser aplastado por todos esos desperdicios.
Era imposible caminar por la cocina, la sala, el comedor y hasta por el baño, por esta razón, el hombre construyó una improvisada escalera evitando así tener que pasar por toda esa montaña de complicaciones. Pensó que así podría olvidarse de todo lo que antes le había servido, y hoy sólo representaba un montón de basura sin importancia. Se olvidó, al igual que todas las cosas pudriéndose allí, al igual que como se olvidan los años, de que tomar la salida más rápida o más corta, a la larga resultaría contraproducente, porque en la vida, los problemas no desaparecen, sólo se acumulan.
Obviamente, él cerraba los ojos ante todo ese cúmulo de polvo que le cegaba la vista. Por las noches, al subir hasta su habitación, la única a salvo de el desastre, soñaba en que un día despertaría, y, mágicamente, el desorden ya no estaría. Oía a lo lejos como el cantar de un ave que había sido herida por el viento, pero creyó que entre aquel caos, no podría haber un ser viviendo ahí. Sintió que ya no tenía porque preocuparse por limpiar su vida nunca. De todos modos siempre volvería a ensuciarse. El escepticismo controló su existencia, tantas decepciones lo volvieron insensible, pensaba que así, viendo su vida como si fuera la de alguien más, evitaría el sufrimiento y nunca sentiría el dolor. Las lágrimas eran inútiles e inservibles.
Tanta era su convicción de que las cosas se arreglarían, que una noche, al escuchar claramente el crujido de uno de los agrietados muros, y el sonido de cosas que caían, como algo a punto de hacer erupción, lo ignoró totalmente, atribuyendo esto a los truenos que anunciaban otra lluvia más. La noche transcurría, la naturaleza siempre sigue su curso, la gravedad también.
Lo último que supo fue que no sentía su pierna izquierda, ni su tórax, como si toneladas de escombro se le hubieran precipitado encima y se mantuvieran firmes, ahora no sólo aplastándolo, sino que también lo asfixiaban; sobre su existencia se apiñaban todas aquellas cosas que ignoró constantemente como si fueran basura. Ahora esos desperdicios lo enterraron en sus propias debilidades, y pensó que moriría; intentó recordar...
Todavía estaba muy oscuro, dio vueltas sobre su desgastado colchón, como cuando uno tiene pesadillas. Percibió un estremecimiento en lo más profundo de su alma, de nuevo creyó escuchar el extraño canto de aquel ave, pero esta vez más insistente, tratando de advertirle. Fue entonces cuando la tierra tembló estrepitosamente desde su centro, como lanzando un grito de desesperación hacia la superficie. Las paredes se tambalearon y después se notó invisible el rugido del destino, cumpliendo con su deber.
Bajo su cama todo se derrumbó, y él se vio cayendo encima de lo que ayer seguía siendo basura. Los escombros despedían lentamente un humo que ascendía hasta las nubes, y bajo todo esto, con los ojos inexpresivos, con profundo arrepentimiento, lloró. Ahora el polvo no habitaba sólo sus ojos, sino también su cuerpo entero. Con pensamientos pesimistas y sangre tiñendo los trozos de lo que antes había sido su hogar, una lágrima cubrió como lluvia dorada esos pedazos del pasado, e inexplicablemente, pareció como si éstos fueran tocados por un potente ácido, deshaciéndose y así, lentamente, mientras más se entregaba a su dolor, los escombros daban paso a la luz del sol. Pensó que era un sueño y siguió creyendo que moriría, mas cuando oyó el canto renovado de aquel ave, supo que no lo era.
Y el ave, (la esperanza) viva aún, salió volando por encima de todo, dando vueltas sobre ruinas que desaparecían, recuperada ya de sus heridas, igual que el hombre, porque ambos se arriesgaron a sufrirlas.