2010

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viernes, 4 de enero de 2008

Otros años

Cómo volver a aquellos tiempos.

En dónde lo inconcreto se desconocía y no había espacio para reflexionar sobre nuevas o antiguas proposiciones, axiomas, postulados, teoremas, ni corolarios.
Dónde lo único abstracto que advertíamos eran los dibujos malpintados a lápiz los cuales considerábamos arte como ningún otro, y el único lienzo en blanco estaba representado por las vastas paredes a las que no tardábamos en engalanar con el más fino arte pictórico a base de crayones.

Aquellos días en los cuales la más alta preocupación figuraba en levantarse temprano para alcanzar a ver desde el principio el maratón de caricaturas y engullir dulces para encariecernos todas las muelas en tiempo récord.

Días eternos, de tardes en bicicleta y noches contando historias de terror a la luz de una fogata imaginada, de juegos a elevadores de armario que desencadenarían en claustrofobia en pocos años, de columpios en árboles ajenos y domingos de helado en el centro, días de esperar sentadas tras el vidrio para ver caer la lluvia y salir a escondidas a mojarnos.

Pies descalzos y dolores de garganta inesperados, de inolvidables escondidas y de pleitos por ver quien de las dos hacia trampa en el turista, quien tenía la colección más grande de tazos.

Como si alguna vez hubiese existido un mundo no dominado por las computadoras, teléfonos, ni despertadores, un tiempo en el que no nos exigíamos más de nosotras mismas cada día, años en los que no era una obligación autoinflingida andar llenando diarios y demás hojas en blanco, sin diccionarios.
Dónde no hacía falta buscar un sinónimo adecuado, un acento correcto, una frase bien hecha, un título perfecto.

En los cuales el único propósito al devorar las doce uvas en fin de año, era que al siguiente todavía hubiera regalos, "no crecer". No crecer para no tener que esforzarnos por impresionar a las demás personas con nuestro trabajo porque al mundo, así tal cual éramos, así le bastábamos.

Días de silencios ahogados por las carcajadas, sin bañarse a diario ni criar gatos.
Sin necesidad de recordarnos a nosotras mismas quienes somos al mirarnos al espejo al despertarnos, verificando escrupulosamente por si acaso esta vez nos hayamos perdido durante un sueño, porque en esos días era difícil no saber quien eres y si no lo sabías a quién demonios le importaba.

Días en los cuales no existían ni Deira, ni Zaha, ni Ashtray, sólo Dalia.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Diario

4 de Julio de 1999. Empecé con ésto, con una fecha escrita en cursiva y la frase a la expectativa de "Querido diario", con una libreta de hojas de colores con lunas durmientes y sonrientes soles, notas musicales y tintas rosas, verdes y azules. Fue un día importante en mi vida, en mi inocencia de diez años, quizá el más importante de todos, pues fue aquel en el que conversé por primera vez con la pluma y el papel. Palabras que poco decían de mí misma, pero mucho revelaban las ganas que tenía de registrar las cosas que formaban parte de mi mundo de niña. Intrascendencias, puedo pensar ahora al leerlas, pero más allá de la profundidad escasa de las letras, fueron esas experiencias acumuladas las que con el tiempo me hicieron descubrir formas distintas de ver mi propia vida, universos alternos, puliendo con cada palabra las alas que poco a poco me nacerían. La enciclopedia de mí misma, no me bastaba con vivir una vez las tristezas tenía que dejar grabada por siempre su huella por si acaso la memoria algun día me fallara.
Cambié los juegos y fragmentos de mis tardes para escribir lo que para mí tal vez en ese entonces también era un juego, pero el que con el paso de los años se convertiría en mi mayor obsesión, en mi anestesia en contra de los malos tiempos.
Y aún conservo la primera estrofa, intacta, la primer palabra que a esa edad jamás imaginaba hacía que lugares remotos me llevaría, la primera página como la puerta a un mundo anónimo que me tomaba del brazo con sus manos amarillas.
El diario quiso volar, y sus páginas se desojaron, pero están ahí unidas por el lado izquierdo con cinta para que yo pueda vivir mi vida las veces que yo quiera, recordando...

sábado, 1 de septiembre de 2007

Cuando te derrumbas

Esta historia la escribí a los dieciséis, en un tiempo en donde empezaba a perder el miedo y la vergüenza que me provocaban mostrar mis textos a terceros, y los cuales aún al presionar "publicar entrada" siguen existiendo.

Aquel hombre salió aquella tarde de su rutina, caminó por las mismas calles, mirando las mismas casas, viendo caer las mismas gotas de lluvia sobre su cara. Cuando cruzaba avenidas, tropezaba con las piedras que de soledad fue dejando como rastro, cada día era lo mismo, irse por la mañana, salir del trabajo y llegar a casa sin que nadie estuviera esperándolo.
Su casa era enorme para alguien tan insignificante como él, y tan pequeña como para envolver aquellos asuntos que desde siempre lo habían perturbado.

Por fin llegó. En lo que antes había sido un abundante jardín, veíase ahora una escalera estrecha de piedra que iba a dar hacia la ventana más alta de la construcción. La única con la luz encendida, su único refugio contra el aplastante mundo. Desde hacia varios meses que no entraba por la puerta de la vivienda por una sola razón: la basura y el polvo acumulados. Cualquiera que curioseara por las ventanas, podría darse cuenta del caos y el completo desorden que arrasaba con el lugar, cubriéndolo con una oscuridad que caía desde el techo hasta el suelo, como un manto aterciopelado de abandono e indiferencia.

Y en medio de tantas sillas rotas, periódicos viejos, latas vacías, papeles, ropa sucia, recuerdos olvidados y sombras de debilidad, se ocultaba un pequeño pájaro herido a punto de ser aplastado por todos esos desperdicios.

Era imposible caminar por la cocina, la sala, el comedor y hasta por el baño, por esta razón, el hombre construyó una improvisada escalera evitando así tener que pasar por toda esa montaña de complicaciones. Pensó que así podría olvidarse de todo lo que antes le había servido, y hoy sólo representaba un montón de basura sin importancia. Se olvidó, al igual que todas las cosas pudriéndose allí, al igual que como se olvidan los años, de que tomar la salida más rápida o más corta, a la larga resultaría contraproducente, porque en la vida, los problemas no desaparecen, sólo se acumulan.

Obviamente, él cerraba los ojos ante todo ese cúmulo de polvo que le cegaba la vista. Por las noches, al subir hasta su habitación, la única a salvo de el desastre, soñaba en que un día despertaría, y, mágicamente, el desorden ya no estaría. Oía a lo lejos como el cantar de un ave que había sido herida por el viento, pero creyó que entre aquel caos, no podría haber un ser viviendo ahí. Sintió que ya no tenía porque preocuparse por limpiar su vida nunca. De todos modos siempre volvería a ensuciarse. El escepticismo controló su existencia, tantas decepciones lo volvieron insensible, pensaba que así, viendo su vida como si fuera la de alguien más, evitaría el sufrimiento y nunca sentiría el dolor. Las lágrimas eran inútiles e inservibles.

Tanta era su convicción de que las cosas se arreglarían, que una noche, al escuchar claramente el crujido de uno de los agrietados muros, y el sonido de cosas que caían, como algo a punto de hacer erupción, lo ignoró totalmente, atribuyendo esto a los truenos que anunciaban otra lluvia más. La noche transcurría, la naturaleza siempre sigue su curso, la gravedad también.

Lo último que supo fue que no sentía su pierna izquierda, ni su tórax, como si toneladas de escombro se le hubieran precipitado encima y se mantuvieran firmes, ahora no sólo aplastándolo, sino que también lo asfixiaban; sobre su existencia se apiñaban todas aquellas cosas que ignoró constantemente como si fueran basura. Ahora esos desperdicios lo enterraron en sus propias debilidades, y pensó que moriría; intentó recordar...

Todavía estaba muy oscuro, dio vueltas sobre su desgastado colchón, como cuando uno tiene pesadillas. Percibió un estremecimiento en lo más profundo de su alma, de nuevo creyó escuchar el extraño canto de aquel ave, pero esta vez más insistente, tratando de advertirle. Fue entonces cuando la tierra tembló estrepitosamente desde su centro, como lanzando un grito de desesperación hacia la superficie. Las paredes se tambalearon y después se notó invisible el rugido del destino, cumpliendo con su deber.

Bajo su cama todo se derrumbó, y él se vio cayendo encima de lo que ayer seguía siendo basura. Los escombros despedían lentamente un humo que ascendía hasta las nubes, y bajo todo esto, con los ojos inexpresivos, con profundo arrepentimiento, lloró. Ahora el polvo no habitaba sólo sus ojos, sino también su cuerpo entero. Con pensamientos pesimistas y sangre tiñendo los trozos de lo que antes había sido su hogar, una lágrima cubrió como lluvia dorada esos pedazos del pasado, e inexplicablemente, pareció como si éstos fueran tocados por un potente ácido, deshaciéndose y así, lentamente, mientras más se entregaba a su dolor, los escombros daban paso a la luz del sol. Pensó que era un sueño y siguió creyendo que moriría, mas cuando oyó el canto renovado de aquel ave, supo que no lo era.

Y el ave, (la esperanza) viva aún, salió volando por encima de todo, dando vueltas sobre ruinas que desaparecían, recuperada ya de sus heridas, igual que el hombre, porque ambos se arriesgaron a sufrirlas.