Cómo volver a aquellos tiempos.
En dónde lo inconcreto se desconocía y no había espacio para reflexionar sobre nuevas o antiguas proposiciones, axiomas, postulados, teoremas, ni corolarios.
Dónde lo único abstracto que advertíamos eran los dibujos malpintados a lápiz los cuales considerábamos arte como ningún otro, y el único lienzo en blanco estaba representado por las vastas paredes a las que no tardábamos en engalanar con el más fino arte pictórico a base de crayones.
Aquellos días en los cuales la más alta preocupación figuraba en levantarse temprano para alcanzar a ver desde el principio el maratón de caricaturas y engullir dulces para encariecernos todas las muelas en tiempo récord.
Días eternos, de tardes en bicicleta y noches contando historias de terror a la luz de una fogata imaginada, de juegos a elevadores de armario que desencadenarían en claustrofobia en pocos años, de columpios en árboles ajenos y domingos de helado en el centro, días de esperar sentadas tras el vidrio para ver caer la lluvia y salir a escondidas a mojarnos.
Pies descalzos y dolores de garganta inesperados, de inolvidables escondidas y de pleitos por ver quien de las dos hacia trampa en el turista, quien tenía la colección más grande de tazos.
Como si alguna vez hubiese existido un mundo no dominado por las computadoras, teléfonos, ni despertadores, un tiempo en el que no nos exigíamos más de nosotras mismas cada día, años en los que no era una obligación autoinflingida andar llenando diarios y demás hojas en blanco, sin diccionarios.
Dónde no hacía falta buscar un sinónimo adecuado, un acento correcto, una frase bien hecha, un título perfecto.
En los cuales el único propósito al devorar las doce uvas en fin de año, era que al siguiente todavía hubiera regalos, "no crecer". No crecer para no tener que esforzarnos por impresionar a las demás personas con nuestro trabajo porque al mundo, así tal cual éramos, así le bastábamos.
Días de silencios ahogados por las carcajadas, sin bañarse a diario ni criar gatos.
Sin necesidad de recordarnos a nosotras mismas quienes somos al mirarnos al espejo al despertarnos, verificando escrupulosamente por si acaso esta vez nos hayamos perdido durante un sueño, porque en esos días era difícil no saber quien eres y si no lo sabías a quién demonios le importaba.
Días en los cuales no existían ni Deira, ni Zaha, ni Ashtray, sólo Dalia.
En dónde lo inconcreto se desconocía y no había espacio para reflexionar sobre nuevas o antiguas proposiciones, axiomas, postulados, teoremas, ni corolarios.
Dónde lo único abstracto que advertíamos eran los dibujos malpintados a lápiz los cuales considerábamos arte como ningún otro, y el único lienzo en blanco estaba representado por las vastas paredes a las que no tardábamos en engalanar con el más fino arte pictórico a base de crayones.
Aquellos días en los cuales la más alta preocupación figuraba en levantarse temprano para alcanzar a ver desde el principio el maratón de caricaturas y engullir dulces para encariecernos todas las muelas en tiempo récord.
Días eternos, de tardes en bicicleta y noches contando historias de terror a la luz de una fogata imaginada, de juegos a elevadores de armario que desencadenarían en claustrofobia en pocos años, de columpios en árboles ajenos y domingos de helado en el centro, días de esperar sentadas tras el vidrio para ver caer la lluvia y salir a escondidas a mojarnos.
Pies descalzos y dolores de garganta inesperados, de inolvidables escondidas y de pleitos por ver quien de las dos hacia trampa en el turista, quien tenía la colección más grande de tazos.
Como si alguna vez hubiese existido un mundo no dominado por las computadoras, teléfonos, ni despertadores, un tiempo en el que no nos exigíamos más de nosotras mismas cada día, años en los que no era una obligación autoinflingida andar llenando diarios y demás hojas en blanco, sin diccionarios.
Dónde no hacía falta buscar un sinónimo adecuado, un acento correcto, una frase bien hecha, un título perfecto.
En los cuales el único propósito al devorar las doce uvas en fin de año, era que al siguiente todavía hubiera regalos, "no crecer". No crecer para no tener que esforzarnos por impresionar a las demás personas con nuestro trabajo porque al mundo, así tal cual éramos, así le bastábamos.
Días de silencios ahogados por las carcajadas, sin bañarse a diario ni criar gatos.
Sin necesidad de recordarnos a nosotras mismas quienes somos al mirarnos al espejo al despertarnos, verificando escrupulosamente por si acaso esta vez nos hayamos perdido durante un sueño, porque en esos días era difícil no saber quien eres y si no lo sabías a quién demonios le importaba.
Días en los cuales no existían ni Deira, ni Zaha, ni Ashtray, sólo Dalia.