Te observo y quisiera adivinar lo que sueñas. ¿Recuerdas?, ¿las figuras a lápiz que trazaste y que hoy se desdibujan con el paso del tiempo? Las tardes que desperdiciamos acariciando al silencio. Antes de que la imagen que tenía de ti se destruyera, tu nombre me contaba cuentos por las noches, tu voz permanecía sentada frente a mí junto a la puerta. Las cicatrices no eran necesarias, eran sombras adheridas al pavimento, inconsistencias. Te veía ahí, bajando las escaleras, acariciando las páginas de aquel libro que murió calcinado en el incendio.
Tus ojos me asfixiaban y ahora siento que esa ausencia de aire me hace falta, que la luz sigue traspasando las rendijas de la puerta pero sigo fingiendo que no la veo, que las que asoman debajo dejaron de ser tus huellas.
El polvo que dejaste danza enmudecido sobre el suelo de concreto, las hojas de aquel árbol detienen su azañas para leerme el pensamiento, pero nada importa, nada pasa, no hay respuestas en el cielo.
Todas tus palabras se escondieron tras las nubes y tu abrazo se transforma en un mecanismo de tortura para mi cuerpo, ya no en lluvia, como solía hacerlo.
Ojalá existieran los mundos que para mí inventaste, fingirme tu compañía a través de ellos, de las pinceladas de sensaciones que diste sobre mi cuerpo.
Pero sólo está la noche, muda, triste, creyendo que con su sobredosis logrará suprimir el dolor que el hueco de tu ausencia me provocó sin anestesia.
Llega y me da la mano para que hulla con ella.
Cierro los ojos, tomo su oscura mano y dejo que me envuelva, se acerca a mí, con sus ojos transparentes y sonrisa pétrea. Me dice, este es otro de tus sueños raros, despierta.